martes, 27 de septiembre de 2011

Estar a tu lado pero sin ti es un infierno

Imagino, querido lector, que habrá tenido alguna experiencia con el calor. Quizá haya servido té hirviendo en un ángulo incorrecto y el vapor le haya subido por la manga; o, con el atrevimiento de la juventud, quizá sostuvo una cerilla entre los dedos tanto como pudo. ¿Hay alguien que no haya llenado la bañera de agua demasiado caliente y olvidado probar la temperatura antes de meter todo el pie? Si alguna vez le ha sucedido alguno de estos percances menores, quiero que imagine algo nuevo. Imagine ir a uno de los fogones de su cocina, digamos que es una cocina eléctrica con fogones negros. No ponga un cazo con agua sobre el fogón, pues el agua se limita a absorber el calor y utilizarlo para hervir. Quizá asciendan del fogón pequeños hilillos de humo de algún residuo que había quedado la última vez que cocinó. De entre los aros negros surge un ligero tono violeta, y luego el fogón asume un tono púrpura rojizo, como la zarzamora antes de madurar. De ahí pasa al naranja y finalmente —¡finalmente!— a un rojo intenso y brillante. Es bonito, ¿verdad? Ahora baje la cabeza hasta que sus ojos queden alineados con la superficie de la cocina y pueda ver a través de las relucientes olas de aire ascendente. Piense en aquellas películas antiguas en las que el héroe otea a través del desierto un inesperado oasis. Ahora quiero que pase suavemente las yemas de los dedos de la mano izquierda sobre la palma de la mano derecha, apreciando cómo la piel registra hasta el contacto más ligero. Si fuera otra persona la que lo hiciera es posible que se excitase. Ahora, quiero que pose con fuerza esa mano sensible y receptiva sobre el fogón al rojo vivo. 
Y manténgala allí. Manténgala allí mientras el fogón le graba a fuego los nueve círculos de Dante directamente en la palma, permitiéndole tener a mano el Infierno para siempre. Deje que el calor marque la piel, los músculos, los tendones; deje que cale hasta el hueso. Espere hasta que la quemadura se meta tan dentro de usted que no sepa si jamás será capaz de apartarse de ese fogón. No pasará mucho hasta que le alcance la peste de su propia carne quemada, un hedor que se apoderará de los pelos de su nariz y se negará a marcharse. Olerá
cómo arde su cuerpo.
Quiero que siga apretando la mano contra el fogón mientras cuenta lentamente hasta sesenta. Sin hacer trampas. Un Miss-is-sip-pi, dos Miss-is-sip-pi... Al llegar a sesenta Miss-is-sip-pi la mano se habrá deshecho rodeando el fogón y se habrá quedado fundida a él. Ahora libérela de un tirón.
Tengo otra tarea para usted: agáchese, ponga la cabeza de lado y apoye la mejilla en el mismo fogón, apretando con fuerza. Le dejo escoger el lado de la cara que prefiera. De nuevo, aguante sesenta Mississippis, sin trampas. Le resultará práctico tener la oreja ahí mismo para capturar los chasquidos, el crepitar y los borboteos de su carne.
Puede que ahora se haga vagamente una idea de lo que sentí inmovilizado en aquel coche, sin poder escapar de las llamas y lo bastante consciente como para disfrutar la experiencia hasta que entré en shock.

No, queridos lectores, estas hermosas palabras no son mías. Son del escritor Andrew Davidson, concretamente de su libro "La Gárgola". Es un libro precioso, y espero que alguno de vosotros tenga la curiosidad de por lo menos leer un capítulo, porque se que tendréis ganas de saber más.

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